viernes, 19 de octubre de 2012

DESAPEGO DEL PODER Y VALENTIA PARA LA REGENERACIÓN DE LA DEMOCRACIA: EL EJEMPLO DE SOLÓN DE ATENAS

José Manuel Pérez Rivera


El pasado año publicamos en “El Faro de Ceuta”, bajo el pseudónimo de Septem Nostra, un artículo que titulamos “Ceuta y España necesitan un grupo de Solones”. Después de releer la obra de Patrick Geddes “Ciudades en evolución”, ha regresado a mi memoria su contenido. La similitud entre el pensamiento del célebre pensador escocés y el precursor de la democracia, el griego Solón de Atenas, es extraordinaria. Si este último habla de la Eunomia (el buen gobierno), Geddes, en un plano más utópico, acuñó un termino similar, el de Eutopía. Pero venían a referirse a lo mismo, el surgimiento de un cambio trascendental en la historia de la humanidad, como sin duda fue la aparición de la democracia. Estos grandes avances, como indica Geddes, “han surgido con clamores y protestas contra el estado de cosas prevalecientes, y se ha desarrollado a partir de sueños y planes que invariablemente han levantado protestas en contra y clamores de “pocos prácticos” y “utópicos”. Con todo, estos “sueños poco prácticos” se han traducido a pesar de todo en resolución y esfuerzo, y aquellos “sueños utópicos” se han desarrollado con el trabajo y el esfuerzo de una, dos o más personas, pero al principio pocos individuos”. Uno de estos individuos fue Solón de Atenas, cuyas acciones supusieron la instauración de los primeros pilares de la democracia.  
Nacido en torno al 639 a.C., en el seno de una de las familias más distinguidas de Atenas, Solón abordó durante su arcontado (máxima autoridad en la Grecia Arcaica) una serie de reformas audaces: anuló la excesiva carga de las deudas que se originaron tras las introducción de una economía monetaria en el contexto de una sociedad agrícola; impidió que los hombres se vendieran como esclavos; limitó los excesos de los aristócratas al garantizar los derechos y obligaciones de sus conciudadanos. Con este fin desarrolló una legislación para evitar que “los poderosos pudiesen cometer en el futuro los desmanes que habían llevado a la ciudad de Atenas al borde del desastre” (Domínguez Monedero, 2001).
Las conocidas Leyes de Solón pusieron las bases de la democracia mediante dos medidas complementarias: la reducción de los privilegios y poderes de voto de la aristocracia poseedora de la tierra; y la dotación a los ciudadanos libres de instrumentos para convertirlos en los administradores activos de la ley. Una vez acometidas estas importantes reformas hizo algo inaudito para un político: no solamente rehusó asumir el poder absoluto que le ofrecieron, sino que se retiró de la escena para viajar, a fin de probar la fuerza y la eficacia de sus reformas. Como bien expresó Lewis Mumford en “la condición del hombre”, la acciones de Solón “fueron valientes; su desinterés, ejemplar”. El mismo Mumford se preguntaba: ¿Qué no podría lograr un grupo de Solones?.
El historiador Domínguez Monedero publicó una monografía sobre Solón de Atenas, en cuya contraportada se describe la historia de este político y poeta griego como “la de un hombre a quien, a pesar de habérsele ofrecido explícita e implícitamente el poder absoluto, la tiranía, sabe renunciar a ella tanto por responsabilidad moral como por ahorrar sufrimientos a su patria y es también la del individuo que tiene que sobrellevar, una vez que abandona la política, la incomprensión que sus medidas provocaron en sus contemporáneos. No obstante, la posterioridad le recompensó elevándole a la categoría de Sabio, dentro de los Siete Sabios”.
Autores como Javier Gomá vienen insistiendo en sus obras sobre la importancia de la mímesis y la ejemplaridad de las personas que ocupan el poder en nuestra sociedad. Buena parte de nuestros problemas actuales se deben a que nuestros políticos en vez de tomar como referente en su actuación pública a personajes históricos como Solón, prefieren a demagogos como Pericles. Y tienen en su mesita de noche, en vez de los poemas de Solón, las tragedias de Sófocles o los diálogos de Sócrates y Platón, al “Príncipe” de Maquiavelo.
La ignorancia genérica de la historia lleva a que la mayor parte de la población desconozca que situaciones de crisis como la que hoy día estamos sufriendo se han repetido en diferentes momentos históricos. Una de las primeras crisis de  “deuda” se dio precisamente en la Grecia Arcaica, cuando se creó el “dinero”, y la respuesta vino de la mano, como hemos visto, de Solón. Entonces las reformas introducidas por Solón acabaron con las deudas, redujeron los privilegios de las clases superiores y pusieron las bases de la democracia política. En la actualidad, por el contrario, las deudas ahogan a la mayor parte de la población y ni siquiera se está dispuesto a la dación de pago para la hipotecas; se hablan de mini-trabajos como nueva forma de esclavitud laboral; la desigualdad entre ricos y pobres en España es una de la más altas en los países de la OCDE. Y la calidad democrática en nuestro país es lamentable.
Solón pudo elegir entre dos caminos: perpetuarse en el poder aceptando erigirse en tirano; o bien tomar la senda de la democracia, traicionando a los de su clase, pero beneficiando a sus conciudadanos, a partir del desarrollo de la libertad, la justicia y la igualdad. Se decantó por la democracia y aunque sus contemporáneos no entendieron sus reformas y las nuevas leyes que impuso, el tiempo reconoció su sabiduría y le convirtió en paradigma de moderación, de mesura y de justicia.
Para desgracia de nuestro país, la mayoría de nuestros políticos son la antitesis del ejemplo y el modelo que encarna Solón. Nuestra clase política está dominada por personajes aferrados al poder y a las prebendas que le acompañan; cobardes a la hora de tomar decisiones impopulares por más que estén consagradas en las leyes; demagogos por naturaleza; cancerberos de los intereses de los poderes económicos; enemigos de la verdad y la perfección; incultos y seres parciales, con una visión limitada de la realidad y cortoplacistas en su acción política; aspirantes a la santidad más que a la sabiduría. 
Cuando muchos ciudadanos por todo el planeta se echan a la calle para reclamar un giro en la política económica mundial, lo hacen confiados en que alguien les escucha. Esperan que sus acciones de protesta calen en los principales mandatarios de los países más poderosos de la tierra. Y aguardan a que surja un líder con la suficiente determinación, valentía y desprendimiento del poder, similares a la que tuvo en su momento Solón de Atenas, para regenerar una democracia que ha derivado en una oligarquía liberal. Algunos ingenuos y optimistas albergaron ciertas esperanzas en la figura de Barack Obama, pero el tiempo ha demostrado que le ha faltado convicción y coraje para emprender los cambios que pueden salvar a este planeta de la aniquilación por la mano del propio hombre.
Desconocemos si alguna vez Obama tuvo voluntad real de cambiar las cosas. Es posible que si alguna vez lo pensó, pronto se dio cuenta de que los primeros  que les retirarían su apoyo serían los integrantes de las clases superiores de la sociedad americana, al ver sus privilegios y poderes mermados. Tal y como le sucedió a Solón de Atenas, su destino más previsible hubiera sido el retiro de la escena política y la incomprensión de mucho de sus conciudadanos. Sin embargo, parte de nuestra esperanza de un mundo más justo, equilibrado y democrático reside precisamente en el surgimiento de “solones” en todos y cada uno de los órganos de gobierno de los países más poderosos de la tierra. Estos líderes serían los encargados de facilitar la transición hacia una verdadera democracia inclusiva. Aunque, sinceramente, no confiamos mucho en ello. No podemos seguir esperando a la reencarnación de Solón de Atenas. Ha llegado el momento de abandonar cualquiera esperanza en que nuestros gritos en la calle sirvan para cambiar la mentalidad y la agenda política de los líderes políticos mundiales. Toda esta energía la tenemos que concentrar en la transformación del propio ser humano que pasa por “el retiro, el desapego, la simplificación, la reflexión y la liberación del automatismo”. Una vez que hayamos acometido este proceso de automejora es cuando, según Mumford, tenemos que retornar al grupo y unirnos con los que han sido sometidos a una regeneración como ésta y son por ello capaces de asumir la responsabilidad y tomar la acción. Todos tenemos que asumir la responsabilidad moral de rescatar la democracia, hoy día secuestrada por una exigua minoría de codiciosos oligarcas. Si tiene algún sentido echarse a la calle es para vernos frente a frente, reconocernos como ciudadanos, y empezar a reconstruir la democracia entre todos.

martes, 2 de octubre de 2012

EL IDEAL DEL HOMBRE DEMOCRÁTICO

José Manuel Pérez Rivera


La crisis multidimensional en la que estamos inmersos está propiciando un profundo debate sobre la actual forma de organización social, económica y política. El vigente modelo ha dado claras muestras de su incompatibilidad con la justicia, la equidad y el pleno desarrollo de la persona. Ha llegado el momento de dar un salto cualitativo en la condición humana e iniciar la definitiva transformación del hombre. En estas circunstancias necesitamos un modelo que nos sirva de guía para este ansiado cambio en el modo de organizarnos en sociedad. Pero antes de cambiar la sociedad, debemos cambiarnos a nosotros mismos. Necesitamos producir una especie más completa de hombre de la que hasta ahora ha revelado la historia. En esta larga evolución de la humanidad ha habido momentos en el que los hombres dedicaron un gran esfuerzo por alcanzar la totalidad, el equilibrio y la universalidad. El ejemplo más conocido fue el de la cultura griega entre los siglos VI y IV a.C. Pocas culturas, como la Grecia clásica, han sido capaces de representar lo verdadero y plenamente humano. Estos hombres totales, como Solón, Sócrates y Sófocles, sobresalientes pero no únicos entre los suyos, son la prueba de las posibilidades reales del hombre para dotarse de un modo ideal de vida que permita el desarrollo de una personalidad completa y una comunidad equilibrada. En lo político idearon un sistema basado en la distribución equitativa del poder, la isonomía (la igualdad de todos los ciudadanos) y la isegoría (el poder de la palabra). La combinación de estos tres principios fue lo que hizo posible la democracia. Y si queremos recuperarla debemos conocer mejor cómo eran y cómo pensaban las personas que la hicieron posible.

Para hacer este breve comentario sobre el pensamiento griego voy a basarme en la síntesis que sobre este particular realizó Lewis Mumford en su obra, recientemente reeditada en España, “La ciudad en la historia” (Editorial Pepitas de Calabaza, 2011). Según Mumford, el ciudadano griego tenía como principales ideales la armonía, la moderación, el aplomo, la integridad, el equilibrio, la simetría y la autodisciplina. Además contaban con un espíritu personal que hacía alarde de flexibilidad, falta de prejuicios, libertad y coraje solitario. Este último aspecto fue subrayado por Mumford en esta obra y en muchas otras en la que analiza la condición humana y, en especial, la forma de ser de los griegos en la época clásica. Este coraje solitario del que habla Mumford se resume en una frase que figura en el antiguo juramento efébico de Atenas, “en solitario o con el apoyo de todos”.

Los griegos ahorraban en los niveles inferiores del ser (necesidades puramente físicas) y gastaban en lo más elevado (espíritu, pensamiento y creación). Ambas necesidades, las físicas y las espirituales, estaban en interacción rítmica, el trabajo y ocio, la teoría y la práctica, la vida privada y la vida pública, por tanto, no eran entendidas como esferas separadas del ser humano. La aludida despreocupación por la parte material de la existencia se traducía en un modo austero de vida. El ciudadano griego era pobre en comodidades. No estaban oprimidos por muchos requisitos de lo que hoy en día entendemos como civilización, entre ellos la rutina de comprar y gastar. De modo que la pobreza no era un estorbo, ni la pequeñez era un símbolo de inferioridad, si de algo se sospechaba era de la riqueza.

Las ciudades helenas no tenían grandes excedentes de productos, sino que disponían de un excedente de tiempo libre que dedicaban a la conversación, la pasión sexual, la reflexión intelectual y el deleite estético. La belleza era barata y las mejores cosas de esta vida, sobre todo la ciudad misma, estaban allí, al alcance de quien las pidiera. Esto no quita que, siguiendo el principio clásico de “mens sana in corpore sano”, dedicaran parte de su tiempo al cuidado de su estado físico. Llevaban una vida atlética y no eran dados a la gula y al exceso en el consumo de vino.

En el apartado más político, la vida pública del ciudadano griego exigía su atención y participación constantes. El propio Pericles llegó a decir: “…Consideramos al hombre que no se interesa en los asuntos públicos, no un ser inofensivo, sino un carácter inútil; y aunque pocos de nosotros somos creadores, todos somos jueces dignos de la política” (Oración Fúnebre, en Tucídides, La Guerra del Peloponeso, II, 40-41). Los griegos acuñaron incluso un término para referirse a quienes rehuían de la acción cívica, idiotis, que quiere decir individuo limitado a lo privado, de aquí procede el término moderna de idiota. Como bien comentó en cierta ocasión Cornelius Castoriadis, “para los antiguos griegos era un imbécil aquel que no era capaz de ocuparse de otra cosa que no fueran sus asuntos privados”. Esta separación de la esfera pública es una característica fundamental de la sociedad actual, lo que ha llevado a acentuar el individualismo, la apatía política, la privatización de los individuos y un superlativo grado de cinismo de la gente con respecto a lo político. Un sentimiento alentado por la clase política que recelan de quienes se implican en la vida pública, desde la crítica activa y vigilante, -siempre que no lo hagan en el estrecho margen de los partidos políticos- y al mismo tiempo alaban, como hizo el Sr. Rayoy, a los “idiotas”, -con perdón-,  que se quedan en sus casas y conforman la “mayoría silenciosa” de este país. 

Otro rasgo característico de la vida pública en Grecia era el respeto por las leyes. Según Rostovtzeff, citado por Karl Polanyi en “El sustento del hombre”: “en Grecia, las leyes están hechas por hombres. Si una ley ofende a la conciencia de la mayoría, puede y debe cambiarse;  pero mientras esté en vigor, todos están obligados a obedecerla, porque hay algo divino en ella y en la idea misma de ley”. Un apartado que merece la pena subrayarse es que esta estricta regla de la ley en la ciudad procedía de la toma de conciencia general de que era una “ley creada por todo el cuerpo de ciudadanos”. Esta diferencia es básica para comprender lo que diferencia la concepción de las leyes por los antiguos helenos de la nuestra. Las leyes en la Grecia clásica eran promovidas y propuestas por  la Boulé (asamblea restringida de ciudadanos, elegidos por sorteo de carácter rotatorio), pero eran aprobadas por la Ekklesía o Asamblea de ciudadanos. Una diferencia notable con el modelo vigente en España y en el resto de los países  que se rigen por la llamada “democracia representativa”, que, como tuvimos ocasión de tratar en una ocasión anterior, no son otra cosa que regímenes oligárquicos liberales.

Como resultado de esta tergiversación de la idea de democracia, nos vemos obligados a acatar una serie de leyes promovidas por estas oligarquías políticas, en el que participan, como enumeró Castoriadis, “la burocracia de los partidos políticos, la cima del aparato del Estado, los dirigentes económicos y los grandes propietarios, el managment de las grandes firmas y, cada vez más, los dirigentes de los medios de comunicación e información”. Los integrantes de esta oligarquía, como era previsible, redactan y aprueban leyes que en muchas ocasiones atienden exclusivamente a su interés. Pero la cosa no queda ahí. En los últimos tiempos estamos asistiendo a un proceso en el que esta capacidad legislativa está siendo utilizada para socavar los principios básicos de la verdadera democracia como es el derecho de reunión, manifestación y libre expresión de la palabra (isegoría).

Hemos llegado a un punto en el que hasta la resistencia pacífica está siendo criminalizada en nuestro país por un partido político de claro signo autoritario. Hoy, más que nunca, cobran sentido las palabras de Henry Thoreau, contenidas en su conocida obra “La desobediencia civil”, en la que proclamaba “que lo deseable no es cultivar el respeto por la ley, sino por la justicia. La única obligación que tengo derecho a asumir es la de hacer en cada momento lo que crea justo…Y para ser (la ley) estrictamente justa habrá de contar con la aprobación y consenso de los gobernados”.

Como todo ideal, y el del hombre democrático no deja de ser uno de ellos, necesita un camino para convertirlo en realidad. Este camino, -el que siguieron los griegos que hicieron posible la democracia-, es el de paideia o la educación. Tal y como nos recuerda Werner Jaeger en su estudio “Paideia: los ideales de la cultura griega”, “la democracia, con su apreciación optimista de la capacidad del hombre para gobernarse a sí mismo, presuponía un alto nivel de cultura. Esto sugería la idea de hacer de la educación el punto de Arquímedes en que era necesario apoyarse para mover el mundo político”. Las ideas de Jaeger sobre la paideia fueron resumidas por Lewis Mumford en su obra “Las transformaciones del hombre”. Según la lectura que hace Mumford de este término, la paideia, -tarea que debe de convertirse en la principal de la vida del hombre democrático-, “es la educación mirada como una transformación de la personalidad humana que dura toda la vida, y en la cual todos los aspectos de ella desempeñan un papel. A diferencia de la educación en el sentido tradicional, la paideia no se limita a procesos de aprendizaje consciente, ni a iniciar a los jóvenes en la herencia social de la comunidad. La paideia es más bien la tarea de dar forma al acto mismo de vivir, tratando toda ocasión de la vida como un medio para hacerse a sí mismo, y como parte de un proceso más amplio de conversión de hechos en valores, procesos en finalidades, esperanzas y planes en consumaciones y realizaciones. La paideia no es únicamente un aprendizaje: es un hacer y un formar, y la obra de arte perseguida por la paideia es el hombre mismo”: el hombre democrático.   

viernes, 28 de septiembre de 2012

CUESTIONANDO LA "DEMOCRACIA REPRESENTATIVA"

José Manuel Pérez Rivera

El pasado día 26 de septiembre, un periodista de “El Faro de Ceuta” preguntó al Sr. Francisco Márquez, diputado nacional del PP por Ceuta, sobre los hechos que tuvieron lugar en los alrededores del Congreso de los Diputados, en lo que ha venido a denominarse “25S-Ocupa el Congreso”. Al hilo de esta pregunta el Sr. Márquez comentó que, en su opinión, “la democracia es el sistema político del que nos hemos dotado los españoles al entender que es el mejor que existe para la representación de la soberanía popular, pero cuando a la democracia se le añaden algunos calificativos como orgánica, popular o asamblea, desde luego, es cuando menos tiene de pura capacidad de decisión del pueblo". Nos sorprendió este comentario despectivo sobre la propia esencia de la democracia, es decir, su carácter asambleario. Aunque si somos sinceros no fue tanto sorpresa como indignación lo que sentimos cuando leímos estas declaraciones. Estamos acostumbrados a las perlas del Sr. Márquez, como la que recogieron este verano los medios de comunicación locales y nacionales, en la que saliendo al paso del escándalo sobre el cobro de dietas por alojamiento que perciben más de sesenta congresistas (entre los que se incluye, claro está, el Sr. Márquez), -a pesar de contar con casa propia en Madrid-, declaró que era una polémica “interesada” promovida “por grupos antisistema que saben muy poco del funcionamiento de las cortes”. Puede que los ciudadanos no sepan, en su mayoría, cual es el funcionamiento de las cortes, pero lo que sí le podemos asegurar es que son cada día más los españoles que tienen claro que el sistema político vigente en nuestro país dista mucho de ser democrático.
            En este artículo vamos a hacer un ejercicio que, según la editorial de “El País” (27/09/2012), “nadie sensato” haría: “descalificar la democracia representativa”. Y lo vamos a hacer con argumentos para que quienes se molesten en leerlo puedan extraer sus propias conclusiones. Comencemos reflexionando sobre el significado de democracia. Todo el mundo habla de ella, pero pocos la conocen. Este término, tal y como comenta Takis Fotopoulos en su obra “Crisis multidimensional y democracia inclusiva” (disponible desde este verano en internet gracias al esfuerzo del Grupo de Acción de Democracia Inclusiva (GADI) de Catalunya), ha sido tergiversado principalmente por parte de académicos y políticos liberales, “confundiendo el sistema oligárquico actualmente dominante de la democracia representativa con la democracia”. En la misma línea, el no menos lúcido y brillante intelectual Cornelius Castoriadis, comentó en una conferencia pronunciada en 1993, titulada “la cuestión de la democracia. Posibilidades de una sociedad autónoma”, que “si miramos, no la letra de las constituciones, sino el funcionamiento real de las sociedades políticas, comprobamos inmediatamente que son regímenes de oligarquías liberales. A ningún filósofo político del pasado digno de ese nombre se le habría ocurrido jamás llamar a estos sistemas “democracia”. Inmediatamente hubiera encontrado que había allí una oligarquía que está obligada a aceptar algunos límites a sus poderes, dejando algunas libertades al ciudadano”.
            Para encontrar el verdadero significado de la democracia tenemos que retroceder veinticinco siglos en la historia de la humanidad hasta conocer la concepción ateniense de este término. A pesar de sus limitaciones y parcialidades, ya que existen graves desigualdades económicas y políticas, al excluir de la sociedad a las mujeres, los inmigrantes y los esclavos, fue el primer ejemplo histórico, según Hannah Arendt, de “la identificación del soberano con aquellos que ejercen la soberanía”.  No obstante, los griegos se dieron cuenta pronto de la imposibilidad de anular algún tipo de poder explícito y así establecieron que “ningún ciudadano debe estar sometido al poder y, si esto no fuera posible, que el poder se distribuyera equitativamente entre los ciudadanos” (Aristóteles, en Política). A este principio del reparto equitativo del poder, añadieron otros dos de vital importancia: la isonomía (la igualdad de todos los ciudadanos) y la isegoría (el poder de la palabra). El ejercicio de estos principios hizo posible un nivel de actividad política que no tiene parangón en la historia de la humanidad por cantidad, frecuencia y grado de participación. A las asambleas, -que tan poco le gustan al Sr. Márquez y al resto de integrantes de la oligarquía política y económica española-,  asistían normalmente 6.000 ciudadanos (de los 30.000 ciudadanos por derecho a hacerlo) y podían tomar la palabra entre 200 a 300 personas o más. La justicia también se ejercía por los ciudadanos, tanto que en un día de tribunal normal se sorteaban unos 2.000 puestos como miembros del jurado popular. Y lo que es más importante si lo comparamos con la situación actual es que no existían los partidos políticos, es más los llamados (hetaireiai), antecedentes claros de nuestros partidos políticos, eran perseguidos con toda su fuerza. Los partidos políticos sólo comenzaron a tener sentido cuando la inmensa mayoría de la ciudadanía empezó a desinteresarse de la política.
            La democracia clásica, a pesar de su comentada parcialidad en lo económico y lo político, demuestra la posibilidad de organizar y hacer funcionar la sociedad actual según los principios de la democracia directa, aunque para ello sea necesario  un esfuerzo colectivo consciente por ampliar y profundizar la democracia política y económica. La relajación de este esfuerzo fue lo que explica el declive de la democracia como forma de organización política en la propia Grecia y luego en tiempos posteriores en Roma y tras su decadencia en el periodo medieval. Sin embargo, no llegó a desaparecer del todo. La historia parece darle la razón a Bakunin cuando indicó que “el instinto de libertad” es un elemento esencial de la naturaleza humana. En la denostada y vapuleada época medieval, en la misma España, se dieron durante los siglos XI y XIV auténticas formas de gobierno democrático, periodo que coincide con el pleno auge del llamado Concejo Abierto. Durante el desarrollo de los concejos o concilium abiertos, los vecinos de las ciudades y pueblos de la repoblación eran considerados hombres libres e iguales que se reunían en asambleas para debatir y acordar por consenso la política en sus respectivos territorios. Poco a poco fueron perdiendo este poder a favor de los monarcas y sus secuaces. Entre los siglos XVI y XVIII, la concentración del poder alcanzó su cenit de mano de las “monarquías absolutas”. Aún bajo este régimen, el instinto de libertad no pudo ser del todo erradicado. Para combatirlo los monarcas, siguiendo a pie de la letra las obras maquiavélicas, introdujeron en el léxico político el concepto de la representación, con el objetivo inicial de relajar las luchas de poder en el seno de las inestables monarquías europeas. Un paso en esta estrategia fue el establecimiento de la soberanía parlamentaria en el siglo XVII. Todo este proceso culminó en la acuñación literal del término de la “democracia representativa” por parte de los Padres Fundadores de la constitución de los EE.UU. Sobre este hecho histórico, tanto Takis Fotopoulos como Noam Chomsky coinciden en su diagnóstico de que los ideólogos de la también llamada democracia moderna sentían un claro desprecio por las clases populares y no estaban por la labor de permitir que el “`populacho” pudiera ejercer el poder de manera directa, tal y como se practicaba en la Grecia clásica. John Jay, uno de los “Padres Fundadores”, declaró que “quienes son los dueños del país deben ser sus gobernantes”. La intención era clara: anular el principio de la isegoria, la igualdad de expresión; y transferir el poder político de la ciudadanía, a través de las elecciones, a una élite política y económica.
            El advenimiento de la “democracia representativa” supuso equiparar este concepto al del gobierno representativo, es decir, el gobierno del pueblo por sus representantes. Se instituyó así un sistema político que separaba del concepto genuino de democracia, donde el poder era ejercido directamente por los ciudadanos o por delegados que eran designados por sorteo y por un periodo corto. Unos tiempos en los que la elección por votación se consideraba aristocrática y se autorizaba sólo en circunstancias especiales.
            La democracia representativa presupone la separación del Estado y la sociedad y el ejercicio de la soberanía por un cuerpo de representantes separados. Esto ha dado lugar, tal y como comentó en cierta ocasión Jesús Ibáñez (“Nada para el pueblo, pero sin el pueblo”, en Archipiélago, nº 9, 1992),  que los que “mandan representan a los mandados y sólo hay que representar a lo que es impresentable” y, desde luego, los españoles no los somos. Opiniones como estas en contra de la representación política, basada en elecciones cada determinado número de años, surgieron casi al mismo tiempo que se fundó este sistema. El propio Rousseau, en “El contrato social”, llegó a decir que “los ingleses creen que son libres, pero la verdad es que son libres un solo día cada cinco años”. Hoy día, como bien criticó Cornelius Castoriadis, ni siquiera los electores son libres cada cuatro años, ya que “los candidatos son designados por la cúpula del aparato del partido” y se presentan con unos programas plagados de mentiras y falsas promesas. Unos partidos políticos que forman un conglomerado con el poder privado que les impone límites estrechos a su acción política. Siguen de esta manera a pie juntillas la idea de Adam Smith, el padre del liberalismo económico, para quien la tarea principal del gobierno era la defensa de los ricos contra los pobres. Noam Chomsky ha conseguido resumir en una sola frase lo que ocurre en su país y en la mayoría de los países occidentales en los que se ha impuesto el bipartidismo: “hay básicamente un solo partido político, el de los negocios, con dos facciones”.
            A nadie debería de extrañarle que todos los políticos de nuestro país, sin excepción, recelen de la democracia directa o en su forma más elaborada de la democracia inclusiva propuesta por Takis Fotopoulos. El miedo que sienten al escuchar hablar de esta palabra es comprensible. De llevarse a la práctica supondría acabar con los privilegios que ostentan los integrantes de la oligarquía liberal que domina el complejo entramado de poder en nuestro país. No obstante, coincido con Noam Chomsky, en que “el instinto de libertad puede ser apaciguado, pero no asesinado. El coraje y la dedicación de la gente que lucha por su libertad, su voluntad de confrontar el extremo terror del Estado y su violencia, son frecuentemente asombrosos”. Guiados por este instinto, y sobre todo en épocas de crisis como la que estamos viviendo, surgen de manera espontánea tentativas de reinstaurar la democracia directa que funcionó en la Atenas clásica. Como nos recuerda Cornelius Castoriadis esto ha sucedido “cada vez que hubo un verdadero movimiento popular democrático: tanto en América del norte en 1776, como en la revolución francesa, como en las primeras formas organizativas del movimiento obrero, en la Cataluña de la CNT y también en el 56 con la revolución húngara”. Casi todos estos movimientos fueron reprimidos con dureza por los detentadores del poder y en tiempos más recientes ha sido la obsesión de las élites occidentales, principalmente de EE.UU, acabar con cualquier iniciativa de este tipo por los medios que sean. Ahora, como resultado de la profunda crisis multidimensional que llevamos padeciendo desde hace cuatro años, vuelven a resurgir tentativas de devolver el poder del pueblo a sus legítimos poseedores. Las sofisticadas técnicas de fabricación del consenso (Noam Chomsky) y de adoctrinamiento están fallando estrepitosamente. Cada día hay más gente que empiezan a ver la realidad por sus propios ojos y comienzan a desprenderse del miedo que les infunden los potentes mecanismos de control social. Aún quedan dos obstáculos importantes que superar: romper el aislamiento y el individualismo; y desprenderse de la apatía general y la frivolidad existencial que nos ha inculcado el consumismo desaforado.  Nuestra vida tiene que tomar otro sentido: “la creación de seres humanos que amen la sabiduría, que amen la belleza y que amen el bien común”.(Corneluis Castoriadis, dixit).

viernes, 21 de septiembre de 2012

A PROPÓSITO DE CATALUÑA: EL REGIONALISMO Y LA POLÍTICA EN LA VISIÓN DE LEWIS MUMFORD

José Manuel Pérez Rivera, miembro del 15M ceutí

En su obra “La cultura de las ciudades” (1938), Lewis Mumford dedicó una especial atención a explicar su apuesta por el regionalismo como alternativa a la civilización metropolitana, cuyo rápido desarrollo  a partir de la revolución industrial había demostrado su incapacidad para alcanzar la equidad social y una relación simbiótica y no parasitaria con la naturaleza.  En su extensa exposición sobre las distintas vertientes sobre la región, ya sea considerada como unidad  geográfica, como hecho geográfico o como escenario económico, introdujo un apartado en el que analizó la dimensión política del regionalismo. Visto de este prisma, el proceso de unificación política, en opinión de Mumford, “se ha llevado  a cabo en todo el mundo sin tener mayormente en cuenta la realidades geográficas y económicas. Esa actitud ha tenido este resultado: las zonas políticas, económicas y culturales no existen en relación concéntrica: se observan las superposiciones, las duplicaciones y los conflictos que caracterizan a nuestras relaciones territoriales”.
            Mumford se mostró especialmente crítico con el concepto, tan en boga en la actualidad, de “unidad nacional”. Un término, el de nación, “tan vago y contradictorio, que siempre debe tomarse en un sentido místico, como significando lo que las clases gobernantes quieren que signifique en determinado momento”. Desde un punto realista, las naciones, no son otra cosa que “una tentativa para hacer que las leyes, las costumbres y creencias de una sola región o ciudad sirvan de modelo de muchas otras regiones”. En el caso de España resulta evidente, tal y como señaló Ortega y Gasset en “La España Invertebrada”, que “España es un cosa hecha por Castilla”, a su imagen y semejanza, añadimos nosotros. Como acertadamente expuso Mumford, una unidad nacional, como la pretendida en España, “no se forma como consecuencia de movimientos de opinión espontáneos y afiliaciones naturales, debe ser constantemente estimulada por el esfuerzo deliberado: la doctrina en las escuelas, la propaganda en la prensa, las leyes respectivas, la extirpación de dialectos y lenguajes rivales, ya sea mediante una orden o la burla, o  por la supresión de las costumbres y privilegios de las minorías”. Esta estrategia fue desplegada por el franquismo durante cuarenta años en un doble sentido: en la construcción del nacionalismo español y en la aniquilación del sentimiento nacionalista en determinadas regiones de España, principalmente en Cataluña y en el País Vasco.  Todo con el único objetivo de crear UNA España, grande y libre, por la gracia de Dios.
            En España la represión de los nacionalismos se inició mucho tiempo antes del franquismo. Ya en tiempos de los Reyes Católicos, tal y como cuenta Felix Rodrigo Mora en “El giro estatolátrico”, se despojó a la corona de Aragón de sus instituciones, al igual que sucedió en Galicia. Sin embargo, fue en el siglo XVIII cuando se produce el asalto definitivo contra las instituciones, las costumbres, las leyes y la lengua de los Países Catalanes, sobre todo después del apoyo que este territorio otorgó al Archiduque Carlos, en contra de las aspiraciones borbónicas para hacerse con el control del reino de España. La venganza de los vencedores contra los catalanes se plasmó en el Decreto de Nueva Planta (1716) que abolía las cortes catalanas e impuso al castellano como el idioma oficial de la administración, además de hacerlo obligatorio en las escuelas y juzgados.
No obstante, y a pesar de las fuerzas represivas contra los nacionalismos que desplegaron las monarquías absolutas en buena parte de Europa, no pudieron impedir un resurgimiento de los sentimientos regionalistas que emergieron a mediados del siglo XIX. Lewis Mumford data el comienzo de la revitalización del movimiento regionalista en 1854, cuando los felibres se reunieron por primera vez a fin de restaurar el lenguaje y la vida cultural autónoma de Provenza. Dentro de este proceso Mumford cita de manera expresa a los vascos y catalanes, además de a los bretones, provenzales, eslovacos, irlandeses, escoceses, galeses, flamencos y valones, etc.. Toda una serie de regiones que vienen luchando desde entonces por hacer valer sus derechos para obtener la autonomía regional.
La reacción de los estados ante la reaparición de estos grupos nacionales no ha variado mucho en todos estos años. Según comenta Mumford, la estrategia ha consistido en transmitir la idea, a través de los medios de comunicación, de que “todo movimiento tendente a la autonomía regional, si en realidad no es un movimiento traidor, es cuando menos un movimiento ridículo”. Esta reticencia de los gobiernos centrales a reconocer e integrar a los grupos regionales son responsables, según el criterio de Mumford, “de que el movimiento pro autonomía asuma una actitud recalcitrante y atrasada”. La falta de entendimiento ha conducido, como bien sabemos en España, a la radicalización de las posturas en ambos extremos. Si bien Mumford dirige sus críticas más ácidas contra el centralismo de los estados, no deja de afear la actitud de los regionalistas “que han hecho resaltar excesivamente la formación de los estados soberanos fraccionarios, como si los males ocasionados por la centralización exagerada y las supersticiones de la soberanía austiniana fueran a desaparecer por el hecho de brindar oportunidades a muchos pequeños déspotas”.
Tomando como punto de partida las entidades regionales existentes en Europa, que Auguste Comte contabilizó en unas ciento sesenta, Mumford propone la puesta en marcha de “un sistema federal de gobierno que se base en la integración progresiva de una región con otra, de una provincia con otra y de un continente con otro; cada una de esas partes deberá ser lo suficientemente flexible para ajustarse a la continuidad del cambio en la vida local y transregional. Una vez que se haya esbozado esa estructura, ello dará oportunidad para que se materialice la reagrupación concéntrica de las funciones políticas, económicas y culturales, cuya ausencia hoy día constituye un gran obstáculo para realizar el esfuerzo cooperativo”. Queda claro que Mumford antepone el reconocimiento a las realidades regionales existentes en el mundo como paso previo a  cualquier tipo unificación política o económica, como por ejemplo constituye el proyecto de la Unión Europea. Debemos pues, según Mumford, “substituir la falsa estabilidad del estado nacional, producto de la tiranía y totalmente ignorante de las características locales, por la estabilidad dinámica de un cuerpo político activo y dispuesto a hacer los reajustes necesarios para impedir toda manifestación de violencia o de mala voluntad”.
Un principio complementario a los expuestos con anterioridad, tiene mucho que ver mucho con la idea defendida por algunos miembros de la progresía española sobre la necesidad de que este modelo federal de organización estatal tenga un carácter asimétrico, capaz de reconocer el distinto peso de las nacionalidades históricas que se dan en España. Para ilustrar esta idea Mumford hecha mano de un aforismo de su admirado William Blake: “una sola ley para el león y el toro significa la opresión”. En España no se ha respetado este principio fundamental para la articulación de una organización política de base regional y así, tal y como acertadamente comenta Vicenç  Navarro en uno de sus últimos artículos (“¿Qué ocurre en Catalunya, y en España?”. http://www.vnavarro.org/?p=7850), el estado de las autonomías (con el “café para todos”) fue una clara maniobra argüida por los redactores de la Constitución España para negar el carácter plurinacional de nuestro país. Al equipar a Cataluña, el País Vasco o Galicia con el resto de las comunidades autónomas se ha pretendido arrinconar a los “leones” en los extremos de la piel de “toro” que es España. Una piel que de tanto tensarla está a punto de romperse.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

NUEVOS CRITERIOS DE JUICIO PARA LA RENOVACIÓN DE LA PERSONA Y LA SOCIEDAD

José Manuel Pérez Rivera, miembro del 15M ceutí

Para salir de la actual crisis necesitamos un cambio de dirección y actitud. Lewis Mumford, -en las líneas finales de su obra “La condición del hombre”, de la cual hemos obtenido el texto que exponemos en este comentario-, comentó que debemos aportar a cada actividad y a cada plan un nuevo criterio de juicio: debemos preguntar en qué medidas las acciones que promueve los políticos tienden a la realización de la vida y cuánto respeto guardan a las necesidades del hombre. Las preguntas que debemos tener siempre a la cabeza pueden agruparse en los siguientes dos bloques:

1.-  ¿Cuál es el objetivo de cada nueva medida política y económica?.

¿Busca la antigua meta de la expansión y el crecimiento o la nueva del equilibrio?

¿Trabaja para la conquista y la acaparación del poder o para la cooperación y el  apoyo mutuo?.


2.- ¿Y cuál es la naturaleza de esta o aquella realización industrial o social?
     
      ¿Produce bienes materiales solamente o también bienes humanos y hombres buenos?

A sendos bloques de preguntas se añade otras dos referentes, respectivamente,  a nuevos propósitos individuales y planes públicos:

Respecto al aspecto individual esta es la pregunta: ¿Concurren nuestros planes de vida individuales  a la universal sociedad, en la que el arte y la ciencia, la verdad y la belleza, la religión y la santidad enriquecen a la sociedad?

En cuanto a los proyectos ideados en el ámbito público esta es la cuestión a dilucidar: ¿Concurren nuestras planes de vida públicos a la satisfacción y renovación de la persona humana, para que fructifique en una vida abundante, cada vez más significativa, cada vez más valiosa, cada vez más profundamente experimentada y más ampliamente compartida?.

Si mantenemos constantemente estas normas en nuestra mente, tendremos tanto una medida de lo que debemos rechazar como una meta de lo que debe alcanzarse.
Todas estas preguntas son un medio útil para discriminar nuestra acción individual y la de la propia sociedad. En su conjunto subyace la idea de que el primer paso es personal: un cambio de dirección del interés hacia la persona. Sin ese cambio no se logrará gran mejoramiento en el orden social. Una vez que empiece ese cambio, todo es posible.

viernes, 10 de agosto de 2012

LA FALACIA DE LOS SISTEMAS Y LA FILOSOFÍA DE LA SÍNTESIS ABIERTA DE LEWIS MUMFORD

José Manuel Pérez Rivera, miembro del 15m ceutí
       
     Con la publicación en 1951 de su libro “La conducta de la vida”, Lewis Mumford daba por concluida la serie “La renovación de la vida”, que inició en 1930 con la redacción de “Técnica y Civilización” y de la que también formaron parte otras de sus más conocidas obras como “La cultura de la ciudades” (1938) y “La condición del hombre” (1944). En este libro de nombre tan emersiano,-de hecho su admirado Emerson tenía una obra igualmente titulada “la conducta de la vida” (1860)-, Mumford aborda los aspectos subjetivos de la condición humana que en su opinión debían ser transformados para alcanzar la renovación de la vida que él propone. Una idea que pivota este libro es su manifiesto escepticismo sobre los sistemas filosóficos, políticos y económicos cerrados que durante tanto tiempo han marcado la historia de la humanidad. 
            Para Mumford, la mayoría de las filosofías éticas han tratado de aislar y estandarizar los bienes de la vida, y de establecer unos u otros conjuntos de propósitos supremos. Estas filosofías “han considerado el placer, la eficacia social o el deber; la imperturbabilidad, la racionalidad o la autoaniquilación como la principal cúspide de un espíritu disciplinado y cultivado”. Este esfuerzo para reducir gradualmente la conducta valiosa a un único conjunto de principios coherentes e ideales finales no hace justicia, en su opinión, a la naturaleza de la vida, con sus paradojas, sus complicados procesos, sus conflictos internos, sus algunas veces irresolubles dilemas.
Tal y como crítica con acierto Mumford, “con el fin de reducir la vida a un único y claro modelo intelectualmente coherente, un sistema tiende a olvidar los diversos factores que pertenecen a la vida en razón de sus complejas necesidades orgánicas y sus cada vez más desarrollados propósitos. Realmente, cada sistema histórico ético, ya sea racional o utilitario o trascendental, suavemente pasan por alto los aspectos de la vida que son cubiertos por los sistemas rivales: y en la práctica cada uno acusará al otro de inconsistencia precisamente en esos imprescindibles momentos cuando el sentido común felizmente interviene para salvar el sistema de la derrota. Esto representa un fracaso general en todos los sistemas rigurosamente formulados para satisfacer todas las diversas y contradictorias ocasiones de la vida”. A modo de ejemplo y manera sarcástica, comenta que el hedonismo no es una filosofía demasiado adecuada en el caso de un naufragio. En este sentido recuerda que en toda ocasión “hay un tiempo para reír y un tiempo de llorar; pero los pesimistas olvidan la primera cláusula y los optimistas la segunda”.
En opinión de Lewis Mumford, “la vida no puede reducirse a un sistema: la mejor sabiduría, cuando se reduce a un único conjunto de insistentes notas, se convierte en una cacofonía: de hecho, cuanto tercamente se adhiere a un sistema, más violencia infringe uno a la vida”. Afortunadamente, según explica este gigante del pensamiento contemporáneo, “las actuales instituciones históricas han sido modificadas por anomalías, discrepancias, contradicciones, compromisos”. Haciendo gala de su proverbial maestría en el uso de las metáforas, considera a estas anomalías con los más ricos abonos orgánicos: “…todos estos variados nutrientes que permanecen en el suelo social son vistos con gran desprecio por los creyentes en los sistemas: al igual que los defensores de los fertilizantes químicos antiguos, no tiene noción de que lo que hace al suelo utilizable y nutritivo son, precisamente, los restos orgánicos que quedan”.
No menos ilustrativa es la metáfora que compara a los elementos discrepantes a cualquier sistema cerrado con los componentes del aire: “…esta tendencia hacia la relajación, la corrupción, el desorden, es lo único que permite que un sistema escapar de la auto-asfixia: un sistema es en realidad un intento de hacer que los hombres respiren dióxido de carbono u oxígeno solamente, sin los otros componentes del aire, con efectos que son temporalmente soporíferos o estimulante, pero al final serían letales; ya que si bien cada uno de estos gases es necesario para la vida, el aire que mantiene vivos a los hombres es una mezcla de diversos gases en la debida proporción”.
Pero es el campo de la política donde Mumford ve con más claridad la falacia de los sistemas con vocación exclusivista. Así, según este célebre pensador,  desde el siglo XVII hemos estado viviendo en una época de fabricantes de sistemas, y lo que es aún peor, en aplicadores de sistemas. El mundo se ha dividido, en primer lugar, en dos grandes grupos: los conservadores y los radicales, o como los llamó Comte, el partido del orden y el partido del progreso, como si tanto el orden y el cambio, la estabilidad y la variación, la continuidad y la novedad, no fueran igualmente fundamentales atributos de la vida. La gente, a conciencia, debían llevar sus vidas conforme a un sistema: un conjunto de principios limitados, parciales y excluyentes. Trataron de vivir por el sistema de romántico o por el sistema de utilitario, ser totalmente idealistas o totalmente prácticos”. Llevado al terreno práctico, Mumford comentaba que si los estadounidenses fueran rigurosamente capitalistas tendrían que olvidarse de la educación pública gratuita que apoyan, ya que constituye, de hecho, una entidad comunista.
Su crítica al capitalismo, como sistema económico predominante en su país, es rotunda. Para Mumford, ya desde mediados del siglo XIX, se había hecho evidente que el más autoconfiado de los sistemas, el capitalismo, que había llegado como un saludable reto, -al inmovilizar los privilegios y fomentar la salida del letargo feudal-, pasó en poco tiempo a mutilar a los jóvenes e inocentes obligándolos a trabajar catorce horas al día en las nuevas fábricas, además de hacer morir de hambre a los adultos, “en obediencia a la ley ciega de la competencia del mercado, operando en un maníaco-depresivo ciclo de negocios”. Poco tiempo hizo falta para entender que el capitalismo, como un sistema puro, era humanamente intolerable. Según Mumford, “lo que felizmente lo ha salvado de la subversión violenta ha sido la absorción de las herejías del socialismo, -las empresas públicas y la seguridad social- que le han dado cada vez mayor equilibrio y estabilidad”.
A pesar de la férrea crítica a los sistemas, Mumford consideraba que, tomados como una herramienta conceptual, tienen una cierta utilidad pragmática: porque “la formulación de un sistema conduce a la clarificación intelectual y, por tanto, a cierto limpio vigor de la decisión y acción”. A esto se dedicaron autores como Comte, quienes iniciaron un proceso de desenredo de “los hilos que forman la urdimbre y la trama de todo el tejido social” que fueron entonces aislados y disgregados. Siguiendo la metáfora que compara la sociedad con un tupido de de hilos de los más diversos colores, Mumford se refiere a que  cuando los hilos rojos fueron unidos en una madeja, el verde en otra, el azul y el púrpura en otras, su verdadera individual textura y color se presentan más claramente que cuando estaban entrelazados en su original y complejo patrón histórico. En un pensamiento analítico uno sigue el hilo y no tiene en cuenta el patrón global; y el efecto de la toma de este sistema en la vida fue destruir la apreciación de su complejidad y de cualquier sentido de su patrón general”.
Según Mumford, “esta clasificación de los sistemas, con su correspondiente división en partes, hizo algo más fácil, sin duda, introducir nuevos hilos de diferentes tonos o colores en el telar social; pero también alienta la ilusión de que un tejido social satisfactorio podría ser tejido de un solo color y fibra. Desafortunadamente, el esfuerzo de organizar toda una comunidad, o cualquier conjunto de vivas relaciones sobre la base de hacer todos los sectores de la vida totalmente rojo, totalmente azul, o totalmente verde constituye de hecho un error radical”. Para ilustra esta idea, Mumford pone, como ejemplo, la inviabilidad de una comunidad en la que todos vivieran de acuerdo con la filosofía romántica. Una comunidad de este tipo “no tendría estabilidad, ni forma de económicamente hacer mil cosas que hay que repetir todos los días”. Si la mayoría de las actividades dependieran de un impulso espontáneo, muchas funciones importantes no serían llevadas a cabo del todo. Mumford plantea la siguiente pregunta: ¿Por cuales deseos espontáneos serían recogida la basura o lavados los platos? Así concluye que “la necesidad, la coacción social, la solidaridad juegan un papel en la vida real que el romanticismo y el anarquismo no tienen en cuenta”.
En resumen, Mumford plantea en “la conducta de la vida” que “tomar una única idea directriz, como el individualismo o el colectivismo, el estoicismo o el hedonismo, la aristocracia o la democracia, y tratar de seguir este hilo a través de todas las ocasiones de la vida, es pasar por alto la importancia del propio hilo, cuya función consiste en añadir a la complejidad y el interés del patrón total de la vida. Hoy en día la falacia de "esto o lo otro" sigue nuestros pasos en todas partes: mientras que esta en la naturaleza de la vida abrazar y superar todas sus contradicciones, no cercenándolas sin parar, sino tejiéndolas en una más inclusiva unidad. Ningún organismo, ninguna sociedad, ninguna personalidad, puede ser reducida a un sistema o ser eficazmente regulada por un sistema. Dirección interna o dirección exterior, desapego o conformidad, nunca deberían llegar a ser tan exclusivas que en la práctica haga imposible un cambio de uno a otro. Porque la esencia de la presente filosofía es que muchos elementos necesariamente rechazados por cualquier sistema único son esenciales para desarrollar el superior potencial creativo de la vida; y que por turnos un sistema u otro debe ser invocado, temporalmente, para hacer justicia a las infinitamente variadas necesidades y ocasiones de la vida”.
Adentrándose en los asuntos prácticos de la vida, esta filosofía de la totalidad no sobrevalora un sistema único de la propiedad o la producción: “al igual que Aristóteles, y los redactores de la Constitución de Estados Unidos sabiamente favorecieron un sistema mixto de gobierno, así mismo promovieron una economía mixta, no temerosos para invocar medidas socialistas cuando la libre empresa lleva a la injusticia o la depresión económica, o  favorecer la competencia y la iniciativa personal cuando los monopolios privados o las organizaciones gubernamentales se atrancan en la apática seguridad y la inflexible rutina burocrática”. Esto postulado expresa con claridad la filosofía que el mismo Mumford denomina “de la síntesis abierta”, tanto que para asegurarse de que quedará abierta Mumford llego a decir que “voy a resistir la tentación de darle un nombre. Sus futuros seguidores, “aquellos que piensan y actúan en su espíritu, pueden ser identificado, tal vez, por la ausencia de etiquetas”.
Lewis Mumford, al final de su explicación de la tesis sobre la falacia de los sistemas, asemeja esta idea a la afirmación de la vida orgánica. Partiendo de este postulado, pone en cuestión la eficacia de un único principio para conducir “una existencia armoniosa y bien equilibrada, -ya sea para la persona o la comunidad-, entonces la armonía y el equilibrio tal vez demanda un grado de inclusividad e integridad suficiente para alimentar todo tipo de naturaleza, para crear la mayor variedad en la unidad y para hacer justicia a cada ocasión”. En resumidas cuentas, “esa armonía debe incluir y resolver las discordias; debe tener un lugar para la herejía, así como para la conformidad: para la rebelión así como para el ajuste, y viceversa. Y ese equilibrio debe mantenerse contra golpes repentinos e impulsos: como el organismo vivo, debe tener reservas a su alcance, capaces de ser movilizados con rapidez, siempre que sea necesario para mantener un equilibrio dinámico”.
La filosofía de la síntesis abierta de Lewis Mumford pensamos que es un buen antídoto contra el pensamiento único y la globalización aniquilante de la variedad y diversidad de la naturaleza humana. No es útil ni práctico para salir de la crisis multidimensional a la que nos enfrentamos atrincherarse tras los pesados sacos de ciertos principios ideológicos que venimos cargando desde siglos atrás. Ni el capitalismo ni el comunismo; ni la izquierda ni la derecha; ni los cristianos ni los musulmanes; ni ninguno de los otros grandes bloques ideológicos o de creencias que se han enfrentado en el pasado han demostrado tener una respuesta adecuada para salir del callejón al que nos ha llevado nuestra supersticiosa fe en los sistemas cerrados. Podemos vivir aislados del mundo y de la influencia de otras ideas, como los miembros de la secta musulmana rusa recientemente descubierta en Rusia, que han permanecido durante más de diez años encerrados en un zulos construidos en ocho niveles subterráneos para no intoxicarse con las ideas procedentes del exterior, o bien podemos apostar por la búsqueda de la síntesis abierta propuesta por Mumford. De nuestra decisión depende el futuro de la humanidad.

martes, 31 de julio de 2012

LA REDUCCIÓN DE MUNICIPIOS: UN PASO MÁS EN LA RECONSTRUCCIÓN DE LA MEGAMÁQUINA

José Manuel Pérez Rivera, miembro del 15m ceutí

Aprovechando la crisis económica que asola a los países periféricos de la UE, los gerifaltes comunitarios quieren dar un paso gigantesco en la reconstrucción de la megamáquina. Para conseguirlo, se han marcado como objetivo prioritario la reducción de los municipios en estos países, tarea que han iniciado con gran celeridad los gobiernos de Portugal, Grecia e Italia. Ahora le ha llegado el turno a España, donde dicen que tenemos una estructura demasiado atomizada e ineficiente, con 8.116 ayuntamientos, de los cuales cerca del 80 % cuentan con menos de 5.000 habitantes. La idea de reducir el número de municipios en nuestro país cuenta con importantes apoyos entre el mundo empresarial y financiero, así como en algunos partidos políticos, como es el caso de UPyD. Esta agrupación  ha hecho de la centralización del poder político uno de los ejes de su discurso, atacando sin descanso la transferencia de competencias hacia las comunidades autónomas. Un mensaje que ha calado entre un amplio sector de la sociedad española, cansada de tanto despilfarro y absurda ostentación de poder por parte de los gobiernos autonómicos.  
            El Presidente del Gobierno español, el Sr. Rajoy, explicó en su intervención en el Congreso de los Diputados,  para explicar los nuevos recortes impuestos por UE, que su  gobierno se había marcado como “objetivo esencial la racionalización y sostenibilidad de la Administración Local”. Para conseguirlo anunció que  “delimitarán las competencias de cada Administración, se soluciona el problema de las competencias impropias para que los ayuntamientos no puedan prestar servicios para los que no se cuenta con la financiación necesaria y se refuerza el papel de las Diputaciones Provinciales con el fin de centralizar la prestación de servicios”.  Hemos querido resaltar la palabra “centralizar”, ya que este es el concepto clave en este proceso de reducción de municipios y el que sirve de enlace con la idea de la megamáquina desarrollada por Lewis Mumford. Una megamáquina cuyo principal objetivo es la centralización absoluta del poder.
Según explica con detalle Mumford en los dos volúmenes del “Mito de Máquina” (editados por Pepitas de Calabaza), el desarrollo de la humanidad se ha visto condicionado por el surgimiento de lo que denominó la megamáquina, “una máquina arquetípica, compuesta de partes humanas”, dirigida por un dirigente supremo que disponía de una “burocracia rígidamente organizada compuesta de un grupo de hombres capaces de transmitir y ejecutar una orden con la minuciosidad ritualista de un sacerdote y la irracionalidad obediente de un soldado”. La primera megamáquina de la historia fue el Egipto faraónico. Su declive también arrastró  a la megamáquina que no llegó nunca a disolverse del todo, aunque sus componentes se separaron.
Para Mumford, la reconstrucción de la vieja máquina invisible tuvo lugar en tres etapas principales, a intervalos prolongados. La primera etapa estuvo marcada por la Revolución Francesa que si bien acabó con la monarquía dio lugar a un poder abstracto aún más poderoso: El Estado-nación. Una segunda etapa se abrió en 1914 con la Primera Guerra Mundial. Y finalmente, entre 1940 y 1961, emerge la megamáquina modernizada, “dueña de unos poderes de destrucción totales”. Una máquina de componentes humanos que tiene como principales funciones el incremento  de la velocidad, la producción en masa, la automación, la comunicación instantánea y el control remoto.
Precisamente, este control remoto que se propone la megamáquina se consigue a través de la centralización del pentágono del poder (poder o energía, propiedad, productividad, publicidad y prestigio). Alcanzado el poder, la megamáquina, en su forma de Estado omnipotente y omnipresente, dedica todo sus esfuerzos, según Mumford, “a acosar, suprimir o destruir a las instituciones rivales” (ayuntamientos, sindicatos, minorías étnicas, movimientos sociales discrepantes, etc…), ya que la megamáquina “es un elefante que le tiene miedo incluso al ratón más pequeño”. Los municipios son, tal y como expresó Albert Camus en “El hombre Rebelde”, “la negación, en provecho de lo real, del centralismo burocrático y abstracto”, de ahí el afán del complejo del poder tecnoburocrático de la UE de aniquilarlos. Por ello, Mumford apremiaba “a reconstruir grupos y agencias descentralizados y semiautónomos, si es que no independientes, como práctica de seguridad imperativa, así como condición esencial para la participación humana responsable”.
Ni que decir tiene que la megámaquina, con su imparable proyecto de acaparación del poder, es incompatible con la democracia. Un sistema político que, según Takis Fotopoulos, “no significa otra cosa que el ejercicio directo del poder por parte del ciudadanía, o lo que es lo mismo, la autodeterminación de la sociedad mediante la distribución igualitaria del poder entre todos los miembros”. Si atendemos a este definición de la democracia, nuestros municipios dejaron hace mucho tiempo de ser democráticos. Tendríamos que remontarnos al periodo comprendido entre los siglo XI y XIV para encontrar con auténticas formas de gobierno democrático, periodo que coincide con el pleno auge del llamado Concejo Abierto. Durante el desarrollo de los concejos o concilium abiertos, los vecinos de las ciudades y pueblos de la repoblación eran considerados hombres libres e iguales que se reunían en asambleas para debatir y acordar por consenso la política en sus respectivos territorios. Poco a poco fueron perdiendo este poder a favor de los monarcas y sus secuaces. Desde entonces, -y aunque el sistema del concejo abierto aún perdura en la legislación española como forma de gobierno municipal para los ayuntamientos de menos de cien habitantes-, nuestros municipios han seguido un rápido progreso hacia la concentración de poder en manos de las oligarquías locales, a cuya cabeza se erigen nuestros célebres caciques. Ahora los caciques están integrados en la estructura de los grandes partidos nacionales que les han amparado y dado alas. Y estos siguen haciendo lo que han hecho siempre: fomentar el clientelismo, colocando en las plantillas de los ayuntamientos a sus familiares y adláteres; favorecer a los amigos y hacer la vida imposible a los díscolos del pueblo; disponer del patrimonio común para enriquecerse mediante la especulación del suelo; acaparar la economía local para su exclusivo beneficio; idiotizar y embrutecer al pueblo manteniendo tradiciones incompatibles con el respeto a los animales y la sensibilidad humana; impedir la difusión de la cultura entre la ciudadanía y despreciar la educación de los sector menos favorecidos de la sociedad. Todo esto es lo que ha llevado a la ruina económica a los ayuntamientos españoles y ha puesto en cuestión la propia continuidad del único sistema de gobierno compatible con la verdadera democracia. Quieren quitar poder a los ayuntamientos en beneficio de las diputaciones para que personajes como el Sr. Carlos Fabra le siga tocando la lotería todos los años y puede continuar con la tradición familiar de acaparar el poder en la región alicantina.
En 1977, la editorial Blume publicó una edición española de la conocida obra de Murray Bookchin titulada “los límites de la ciudad”. En la prólogo a esta edición, Bookchin manifiesta su coincidencia con la opinión de J.Pitt-Rivers para quien “la palabra española pueblo traduce la griega polis con exactitud superior a la que cualquier vocablo inglés, pues esta comunidad no constituye meramente la unidad geográfica y política sino también la unidad social que trasciende todos los contextos”. A pesar del problema del caciquismo que hemos comentado con anterioridad, -que Bookchin denuncia aludiendo a las diferencias de clase que observó de manera directa en muchos pueblos españoles-, este conocido anarquista americano no ahorra elogios sobre el fuerte sentido de solidaridad y cooperación de los pueblos españoles. Pueblos conformados, en palabras de Bookchin, por “individuos de poderosos ideales, dignidad y seguridad en sí mismos; consecuencia directa de unas comunidades coherentes e intrínsecamente orgánicas”. Frente a las megalópolis de EE.UU, -resultado directo de la última etapa del resurgimiento de la megamáquina-, Bookchin sitúa a España nuevamente “en centro de atención mundial como país en el que los ideales de descentralización, escala humana y auto-administración fueron un día realidades tangibles… Este mundo se siente fascinado no por una España prendida en la trama de las maniobras parlamentarias o hipnotizada por la leve apariencia de libertad política sino, más bien, por el pueblo español que, a través de los movimientos sociales, sindicatos y colectividades agrícolas, dio vida  a una visión libertaria que, instintivamente, informa en nuestros días toda la lucha coherente por la libertad humana y la regeneración cívica”.  ¿Encontraremos un argumento mejor para luchar por la supervivencia de nuestros pueblos? ¿Dejaremos perder la única oportunidad que nos queda para frenar el ensamblaje definitivo del complejo de poder?¿Defraudaremos a quienes vieron en los pueblos españoles la última esperanza para la regeneración del ideal democrático?.