José Manuel Pérez Rivera, miembro del 15M ceutí
En su obra “La cultura de las ciudades” (1938), Lewis Mumford dedicó una especial atención a explicar su apuesta por el regionalismo como alternativa a la civilización metropolitana, cuyo rápido desarrollo a partir de la revolución industrial había demostrado su incapacidad para alcanzar la equidad social y una relación simbiótica y no parasitaria con la naturaleza. En su extensa exposición sobre las distintas vertientes sobre la región, ya sea considerada como unidad geográfica, como hecho geográfico o como escenario económico, introdujo un apartado en el que analizó la dimensión política del regionalismo. Visto de este prisma, el proceso de unificación política, en opinión de Mumford, “se ha llevado a cabo en todo el mundo sin tener mayormente en cuenta la realidades geográficas y económicas. Esa actitud ha tenido este resultado: las zonas políticas, económicas y culturales no existen en relación concéntrica: se observan las superposiciones, las duplicaciones y los conflictos que caracterizan a nuestras relaciones territoriales”.
Mumford se mostró especialmente crítico con el concepto, tan en boga en la actualidad, de “unidad nacional”. Un término, el de nación, “tan vago y contradictorio, que siempre debe tomarse en un sentido místico, como significando lo que las clases gobernantes quieren que signifique en determinado momento”. Desde un punto realista, las naciones, no son otra cosa que “una tentativa para hacer que las leyes, las costumbres y creencias de una sola región o ciudad sirvan de modelo de muchas otras regiones”. En el caso de España resulta evidente, tal y como señaló Ortega y Gasset en “La España Invertebrada ”, que “España es un cosa hecha por Castilla”, a su imagen y semejanza, añadimos nosotros. Como acertadamente expuso Mumford, una unidad nacional, como la pretendida en España, “no se forma como consecuencia de movimientos de opinión espontáneos y afiliaciones naturales, debe ser constantemente estimulada por el esfuerzo deliberado: la doctrina en las escuelas, la propaganda en la prensa, las leyes respectivas, la extirpación de dialectos y lenguajes rivales, ya sea mediante una orden o la burla, o por la supresión de las costumbres y privilegios de las minorías”. Esta estrategia fue desplegada por el franquismo durante cuarenta años en un doble sentido: en la construcción del nacionalismo español y en la aniquilación del sentimiento nacionalista en determinadas regiones de España, principalmente en Cataluña y en el País Vasco. Todo con el único objetivo de crear UNA España, grande y libre, por la gracia de Dios.
En España la represión de los nacionalismos se inició mucho tiempo antes del franquismo. Ya en tiempos de los Reyes Católicos, tal y como cuenta Felix Rodrigo Mora en “El giro estatolátrico”, se despojó a la corona de Aragón de sus instituciones, al igual que sucedió en Galicia. Sin embargo, fue en el siglo XVIII cuando se produce el asalto definitivo contra las instituciones, las costumbres, las leyes y la lengua de los Países Catalanes, sobre todo después del apoyo que este territorio otorgó al Archiduque Carlos, en contra de las aspiraciones borbónicas para hacerse con el control del reino de España. La venganza de los vencedores contra los catalanes se plasmó en el Decreto de Nueva Planta (1716) que abolía las cortes catalanas e impuso al castellano como el idioma oficial de la administración, además de hacerlo obligatorio en las escuelas y juzgados.
No obstante, y a pesar de las fuerzas represivas contra los nacionalismos que desplegaron las monarquías absolutas en buena parte de Europa, no pudieron impedir un resurgimiento de los sentimientos regionalistas que emergieron a mediados del siglo XIX. Lewis Mumford data el comienzo de la revitalización del movimiento regionalista en 1854, cuando los felibres se reunieron por primera vez a fin de restaurar el lenguaje y la vida cultural autónoma de Provenza. Dentro de este proceso Mumford cita de manera expresa a los vascos y catalanes, además de a los bretones, provenzales, eslovacos, irlandeses, escoceses, galeses, flamencos y valones, etc.. Toda una serie de regiones que vienen luchando desde entonces por hacer valer sus derechos para obtener la autonomía regional.
La reacción de los estados ante la reaparición de estos grupos nacionales no ha variado mucho en todos estos años. Según comenta Mumford, la estrategia ha consistido en transmitir la idea, a través de los medios de comunicación, de que “todo movimiento tendente a la autonomía regional, si en realidad no es un movimiento traidor, es cuando menos un movimiento ridículo”. Esta reticencia de los gobiernos centrales a reconocer e integrar a los grupos regionales son responsables, según el criterio de Mumford, “de que el movimiento pro autonomía asuma una actitud recalcitrante y atrasada”. La falta de entendimiento ha conducido, como bien sabemos en España, a la radicalización de las posturas en ambos extremos. Si bien Mumford dirige sus críticas más ácidas contra el centralismo de los estados, no deja de afear la actitud de los regionalistas “que han hecho resaltar excesivamente la formación de los estados soberanos fraccionarios, como si los males ocasionados por la centralización exagerada y las supersticiones de la soberanía austiniana fueran a desaparecer por el hecho de brindar oportunidades a muchos pequeños déspotas”.
Tomando como punto de partida las entidades regionales existentes en Europa, que Auguste Comte contabilizó en unas ciento sesenta, Mumford propone la puesta en marcha de “un sistema federal de gobierno que se base en la integración progresiva de una región con otra, de una provincia con otra y de un continente con otro; cada una de esas partes deberá ser lo suficientemente flexible para ajustarse a la continuidad del cambio en la vida local y transregional. Una vez que se haya esbozado esa estructura, ello dará oportunidad para que se materialice la reagrupación concéntrica de las funciones políticas, económicas y culturales, cuya ausencia hoy día constituye un gran obstáculo para realizar el esfuerzo cooperativo”. Queda claro que Mumford antepone el reconocimiento a las realidades regionales existentes en el mundo como paso previo a cualquier tipo unificación política o económica, como por ejemplo constituye el proyecto de la Unión Europea. Debemos pues, según Mumford, “substituir la falsa estabilidad del estado nacional, producto de la tiranía y totalmente ignorante de las características locales, por la estabilidad dinámica de un cuerpo político activo y dispuesto a hacer los reajustes necesarios para impedir toda manifestación de violencia o de mala voluntad”.
Un principio complementario a los expuestos con anterioridad, tiene mucho que ver mucho con la idea defendida por algunos miembros de la progresía española sobre la necesidad de que este modelo federal de organización estatal tenga un carácter asimétrico, capaz de reconocer el distinto peso de las nacionalidades históricas que se dan en España. Para ilustrar esta idea Mumford hecha mano de un aforismo de su admirado William Blake: “una sola ley para el león y el toro significa la opresión”. En España no se ha respetado este principio fundamental para la articulación de una organización política de base regional y así, tal y como acertadamente comenta Vicenç Navarro en uno de sus últimos artículos (“¿Qué ocurre en Catalunya, y en España?”. http://www.vnavarro.org/?p=7850), el estado de las autonomías (con el “café para todos”) fue una clara maniobra argüida por los redactores de la Constitución España para negar el carácter plurinacional de nuestro país. Al equipar a Cataluña, el País Vasco o Galicia con el resto de las comunidades autónomas se ha pretendido arrinconar a los “leones” en los extremos de la piel de “toro” que es España. Una piel que de tanto tensarla está a punto de romperse.
Buen artículo! Gracias!
ResponderEliminarGracias, Blai. Un cordial saludo,
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