La crisis
multidimensional en la que estamos inmersos está propiciando un profundo debate
sobre la actual forma de organización social, económica y política. El vigente
modelo ha dado claras muestras de su incompatibilidad con la justicia, la
equidad y el pleno desarrollo de la persona. Ha llegado el momento de dar un
salto cualitativo en la condición humana e iniciar la definitiva transformación
del hombre. En estas circunstancias necesitamos un modelo que nos sirva de guía
para este ansiado cambio en el modo de organizarnos en sociedad. Pero antes de
cambiar la sociedad, debemos cambiarnos a nosotros mismos. Necesitamos producir
una especie más completa de hombre de la que hasta ahora ha revelado la
historia. En esta larga evolución de la humanidad ha habido momentos en el que
los hombres dedicaron un gran esfuerzo por alcanzar la totalidad, el equilibrio
y la universalidad. El ejemplo más conocido fue el de la cultura griega entre
los siglos VI y IV a.C. Pocas culturas, como la Grecia clásica, han sido
capaces de representar lo verdadero y plenamente humano. Estos hombres totales,
como Solón, Sócrates y Sófocles, sobresalientes pero no únicos entre los suyos,
son la prueba de las posibilidades reales del hombre para dotarse de un modo
ideal de vida que permita el desarrollo de una personalidad completa y una
comunidad equilibrada. En lo político idearon un sistema basado en la
distribución equitativa del poder, la isonomía (la igualdad de todos los
ciudadanos) y la isegoría (el poder de la palabra). La combinación de estos
tres principios fue lo que hizo posible la democracia. Y si queremos
recuperarla debemos conocer mejor cómo eran y cómo pensaban las personas que la
hicieron posible.
Para hacer
este breve comentario sobre el pensamiento griego voy a basarme en la síntesis
que sobre este particular realizó Lewis Mumford en su obra, recientemente
reeditada en España, “La ciudad en la historia” (Editorial Pepitas de Calabaza,
2011). Según Mumford, el ciudadano griego tenía como principales ideales la
armonía, la moderación, el aplomo, la integridad, el equilibrio, la simetría y
la autodisciplina. Además contaban con un espíritu personal que hacía alarde de
flexibilidad, falta de prejuicios, libertad y coraje solitario. Este último
aspecto fue subrayado por Mumford en esta obra y en muchas otras en la que
analiza la condición humana y, en especial, la forma de ser de los griegos en
la época clásica. Este coraje solitario del que habla Mumford se resume en una
frase que figura en el antiguo juramento efébico de Atenas, “en solitario o con
el apoyo de todos”.
Los griegos
ahorraban en los niveles inferiores del ser (necesidades puramente físicas) y
gastaban en lo más elevado (espíritu, pensamiento y creación). Ambas
necesidades, las físicas y las espirituales, estaban en interacción rítmica, el
trabajo y ocio, la teoría y la práctica, la vida privada y la vida pública, por
tanto, no eran entendidas como esferas separadas del ser humano. La aludida
despreocupación por la parte material de la existencia se traducía en un modo
austero de vida. El ciudadano griego era pobre en comodidades. No estaban
oprimidos por muchos requisitos de lo que hoy en día entendemos como
civilización, entre ellos la rutina de comprar y gastar. De modo que la pobreza
no era un estorbo, ni la pequeñez era un símbolo de inferioridad, si de algo se
sospechaba era de la riqueza.
Las ciudades
helenas no tenían grandes excedentes de productos, sino que disponían de un
excedente de tiempo libre que dedicaban a la conversación, la pasión sexual, la
reflexión intelectual y el deleite estético. La belleza era barata y las
mejores cosas de esta vida, sobre todo la ciudad misma, estaban allí, al
alcance de quien las pidiera. Esto no quita que, siguiendo el principio clásico
de “mens sana in corpore sano”,
dedicaran parte de su tiempo al cuidado de su estado físico. Llevaban una vida
atlética y no eran dados a la gula y al exceso en el consumo de vino.
En el apartado
más político, la vida pública del ciudadano griego exigía su atención y
participación constantes. El propio Pericles llegó a decir: “…Consideramos al hombre que no se interesa
en los asuntos públicos, no un ser inofensivo, sino un carácter inútil; y
aunque pocos de nosotros somos creadores, todos somos jueces dignos de la
política” (Oración Fúnebre, en Tucídides, La Guerra del Peloponeso, II,
40-41). Los griegos acuñaron incluso un término para referirse a quienes
rehuían de la acción cívica, idiotis,
que quiere decir individuo limitado a lo privado, de aquí procede el término
moderna de idiota. Como bien comentó en cierta ocasión Cornelius Castoriadis,
“para los antiguos griegos era un imbécil aquel que no era capaz de ocuparse de
otra cosa que no fueran sus asuntos privados”. Esta separación de la esfera
pública es una característica fundamental de la sociedad actual, lo que ha
llevado a acentuar el individualismo, la apatía política, la privatización de
los individuos y un superlativo grado de cinismo de la gente con respecto a lo
político. Un sentimiento alentado por la clase política que recelan de quienes
se implican en la vida pública, desde la crítica activa y vigilante, -siempre
que no lo hagan en el estrecho margen de los partidos políticos- y al mismo
tiempo alaban, como hizo el Sr. Rayoy, a los “idiotas”, -con perdón-, que se quedan en sus casas y conforman la
“mayoría silenciosa” de este país.
Otro rasgo
característico de la vida pública en Grecia era el respeto por las leyes. Según
Rostovtzeff, citado por Karl Polanyi en “El sustento del hombre”: “en Grecia, las leyes están hechas por
hombres. Si una ley ofende a la conciencia de la mayoría, puede y debe
cambiarse; pero mientras esté en vigor,
todos están obligados a obedecerla, porque hay algo divino en ella y en la idea
misma de ley”. Un apartado que merece la pena subrayarse es que esta
estricta regla de la ley en la ciudad procedía de la toma de conciencia general
de que era una “ley creada por todo el
cuerpo de ciudadanos”. Esta diferencia es básica para comprender lo que
diferencia la concepción de las leyes por los antiguos helenos de la nuestra. Las
leyes en la Grecia
clásica eran promovidas y propuestas por
la Boulé
(asamblea restringida de ciudadanos, elegidos por sorteo de carácter
rotatorio), pero eran aprobadas por la Ekklesía o Asamblea de ciudadanos. Una diferencia
notable con el modelo vigente en España y en el resto de los países que se rigen por la llamada “democracia
representativa”, que, como tuvimos ocasión de tratar en una ocasión anterior, no
son otra cosa que regímenes oligárquicos liberales.
Como resultado
de esta tergiversación de la idea de democracia, nos vemos obligados a acatar
una serie de leyes promovidas por estas oligarquías políticas, en el que
participan, como enumeró Castoriadis, “la burocracia de los partidos políticos,
la cima del aparato del Estado, los dirigentes económicos y los grandes
propietarios, el managment de las grandes firmas y, cada vez más, los dirigentes
de los medios de comunicación e información”. Los integrantes de esta
oligarquía, como era previsible, redactan y aprueban leyes que en muchas
ocasiones atienden exclusivamente a su interés. Pero la cosa no queda ahí. En
los últimos tiempos estamos asistiendo a un proceso en el que esta capacidad
legislativa está siendo utilizada para socavar los principios básicos de la
verdadera democracia como es el derecho de reunión, manifestación y libre
expresión de la palabra (isegoría).
Hemos llegado
a un punto en el que hasta la resistencia pacífica está siendo criminalizada en
nuestro país por un partido político de claro signo autoritario. Hoy, más que
nunca, cobran sentido las palabras de Henry Thoreau, contenidas en su conocida
obra “La desobediencia civil”, en la que proclamaba “que lo deseable no es
cultivar el respeto por la ley, sino por la justicia. La única obligación que
tengo derecho a asumir es la de hacer en cada momento lo que crea justo…Y para ser (la ley) estrictamente justa habrá de contar con la aprobación y consenso de
los gobernados”.
Como todo
ideal, y el del hombre democrático no deja de ser uno de ellos, necesita un
camino para convertirlo en realidad. Este camino, -el que siguieron los griegos
que hicieron posible la democracia-, es el de paideia o la educación. Tal y como nos recuerda Werner Jaeger en su
estudio “Paideia: los ideales de la cultura griega”, “la democracia, con su
apreciación optimista de la capacidad del hombre para gobernarse a sí mismo,
presuponía un alto nivel de cultura. Esto sugería la idea de hacer de la
educación el punto de Arquímedes en que era necesario apoyarse para mover el
mundo político”. Las ideas de Jaeger sobre la paideia fueron resumidas por Lewis Mumford en su obra “Las
transformaciones del hombre”. Según la lectura que hace Mumford de este
término, la paideia, -tarea que debe
de convertirse en la principal de la vida del hombre democrático-, “es la
educación mirada como una transformación de la personalidad humana que dura
toda la vida, y en la cual todos los aspectos de ella desempeñan un papel. A
diferencia de la educación en el sentido tradicional, la paideia no se limita a procesos de aprendizaje consciente, ni a
iniciar a los jóvenes en la herencia social de la comunidad. La paideia es más bien la tarea de dar
forma al acto mismo de vivir, tratando toda ocasión de la vida como un medio
para hacerse a sí mismo, y como parte de un proceso más amplio de conversión de
hechos en valores, procesos en finalidades, esperanzas y planes en
consumaciones y realizaciones. La paideia
no es únicamente un aprendizaje: es un hacer y un formar, y la obra de arte perseguida por la paideia es el hombre mismo”: el hombre democrático.
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