El pasado día 26 de septiembre, un periodista de “El Faro de Ceuta” preguntó al Sr. Francisco Márquez, diputado nacional del PP por Ceuta, sobre los hechos que tuvieron lugar en los alrededores del Congreso de los Diputados, en lo que ha venido a denominarse “25S-Ocupa el Congreso”. Al hilo de esta pregunta el Sr. Márquez comentó que, en su opinión, “la democracia es el sistema político del que nos hemos dotado los españoles al entender que es el mejor que existe para la representación de la soberanía popular, pero cuando a la democracia se le añaden algunos calificativos como orgánica, popular o asamblea, desde luego, es cuando menos tiene de pura capacidad de decisión del pueblo". Nos sorprendió este comentario despectivo sobre la propia esencia de la democracia, es decir, su carácter asambleario. Aunque si somos sinceros no fue tanto sorpresa como indignación lo que sentimos cuando leímos estas declaraciones. Estamos acostumbrados a las perlas del Sr. Márquez, como la que recogieron este verano los medios de comunicación locales y nacionales, en la que saliendo al paso del escándalo sobre el cobro de dietas por alojamiento que perciben más de sesenta congresistas (entre los que se incluye, claro está, el Sr. Márquez), -a pesar de contar con casa propia en Madrid-, declaró que era una polémica “interesada” promovida “por grupos antisistema que saben muy poco del funcionamiento de las cortes”. Puede que los ciudadanos no sepan, en su mayoría, cual es el funcionamiento de las cortes, pero lo que sí le podemos asegurar es que son cada día más los españoles que tienen claro que el sistema político vigente en nuestro país dista mucho de ser democrático.
En este artículo vamos a hacer un ejercicio que, según la editorial de “El País” (27/09/2012), “nadie sensato” haría: “descalificar la democracia representativa”. Y lo vamos a hacer con argumentos para que quienes se molesten en leerlo puedan extraer sus propias conclusiones. Comencemos reflexionando sobre el significado de democracia. Todo el mundo habla de ella, pero pocos la conocen. Este término, tal y como comenta Takis Fotopoulos en su obra “Crisis multidimensional y democracia inclusiva” (disponible desde este verano en internet gracias al esfuerzo del Grupo de Acción de Democracia Inclusiva (GADI) de Catalunya), ha sido tergiversado principalmente por parte de académicos y políticos liberales, “confundiendo el sistema oligárquico actualmente dominante de la democracia representativa con la democracia”. En la misma línea, el no menos lúcido y brillante intelectual Cornelius Castoriadis, comentó en una conferencia pronunciada en 1993, titulada “la cuestión de la democracia. Posibilidades de una sociedad autónoma”, que “si miramos, no la letra de las constituciones, sino el funcionamiento real de las sociedades políticas, comprobamos inmediatamente que son regímenes de oligarquías liberales. A ningún filósofo político del pasado digno de ese nombre se le habría ocurrido jamás llamar a estos sistemas “democracia”. Inmediatamente hubiera encontrado que había allí una oligarquía que está obligada a aceptar algunos límites a sus poderes, dejando algunas libertades al ciudadano”.
Para encontrar el verdadero significado de la democracia tenemos que retroceder veinticinco siglos en la historia de la humanidad hasta conocer la concepción ateniense de este término. A pesar de sus limitaciones y parcialidades, ya que existen graves desigualdades económicas y políticas, al excluir de la sociedad a las mujeres, los inmigrantes y los esclavos, fue el primer ejemplo histórico, según Hannah Arendt, de “la identificación del soberano con aquellos que ejercen la soberanía”. No obstante, los griegos se dieron cuenta pronto de la imposibilidad de anular algún tipo de poder explícito y así establecieron que “ningún ciudadano debe estar sometido al poder y, si esto no fuera posible, que el poder se distribuyera equitativamente entre los ciudadanos” (Aristóteles, en Política). A este principio del reparto equitativo del poder, añadieron otros dos de vital importancia: la isonomía (la igualdad de todos los ciudadanos) y la isegoría (el poder de la palabra). El ejercicio de estos principios hizo posible un nivel de actividad política que no tiene parangón en la historia de la humanidad por cantidad, frecuencia y grado de participación. A las asambleas, -que tan poco le gustan al Sr. Márquez y al resto de integrantes de la oligarquía política y económica española-, asistían normalmente 6.000 ciudadanos (de los 30.000 ciudadanos por derecho a hacerlo) y podían tomar la palabra entre 200 a 300 personas o más. La justicia también se ejercía por los ciudadanos, tanto que en un día de tribunal normal se sorteaban unos 2.000 puestos como miembros del jurado popular. Y lo que es más importante si lo comparamos con la situación actual es que no existían los partidos políticos, es más los llamados (hetaireiai), antecedentes claros de nuestros partidos políticos, eran perseguidos con toda su fuerza. Los partidos políticos sólo comenzaron a tener sentido cuando la inmensa mayoría de la ciudadanía empezó a desinteresarse de la política.
La democracia clásica, a pesar de su comentada parcialidad en lo económico y lo político, demuestra la posibilidad de organizar y hacer funcionar la sociedad actual según los principios de la democracia directa, aunque para ello sea necesario un esfuerzo colectivo consciente por ampliar y profundizar la democracia política y económica. La relajación de este esfuerzo fue lo que explica el declive de la democracia como forma de organización política en la propia Grecia y luego en tiempos posteriores en Roma y tras su decadencia en el periodo medieval. Sin embargo, no llegó a desaparecer del todo. La historia parece darle la razón a Bakunin cuando indicó que “el instinto de libertad” es un elemento esencial de la naturaleza humana. En la denostada y vapuleada época medieval, en la misma España, se dieron durante los siglos XI y XIV auténticas formas de gobierno democrático, periodo que coincide con el pleno auge del llamado Concejo Abierto. Durante el desarrollo de los concejos o concilium abiertos, los vecinos de las ciudades y pueblos de la repoblación eran considerados hombres libres e iguales que se reunían en asambleas para debatir y acordar por consenso la política en sus respectivos territorios. Poco a poco fueron perdiendo este poder a favor de los monarcas y sus secuaces. Entre los siglos XVI y XVIII, la concentración del poder alcanzó su cenit de mano de las “monarquías absolutas”. Aún bajo este régimen, el instinto de libertad no pudo ser del todo erradicado. Para combatirlo los monarcas, siguiendo a pie de la letra las obras maquiavélicas, introdujeron en el léxico político el concepto de la representación, con el objetivo inicial de relajar las luchas de poder en el seno de las inestables monarquías europeas. Un paso en esta estrategia fue el establecimiento de la soberanía parlamentaria en el siglo XVII. Todo este proceso culminó en la acuñación literal del término de la “democracia representativa” por parte de los Padres Fundadores de la constitución de los EE.UU. Sobre este hecho histórico, tanto Takis Fotopoulos como Noam Chomsky coinciden en su diagnóstico de que los ideólogos de la también llamada democracia moderna sentían un claro desprecio por las clases populares y no estaban por la labor de permitir que el “`populacho” pudiera ejercer el poder de manera directa, tal y como se practicaba en la Grecia clásica. John Jay, uno de los “Padres Fundadores”, declaró que “quienes son los dueños del país deben ser sus gobernantes”. La intención era clara: anular el principio de la isegoria, la igualdad de expresión; y transferir el poder político de la ciudadanía, a través de las elecciones, a una élite política y económica.
El advenimiento de la “democracia representativa” supuso equiparar este concepto al del gobierno representativo, es decir, el gobierno del pueblo por sus representantes. Se instituyó así un sistema político que separaba del concepto genuino de democracia, donde el poder era ejercido directamente por los ciudadanos o por delegados que eran designados por sorteo y por un periodo corto. Unos tiempos en los que la elección por votación se consideraba aristocrática y se autorizaba sólo en circunstancias especiales.
La democracia representativa presupone la separación del Estado y la sociedad y el ejercicio de la soberanía por un cuerpo de representantes separados. Esto ha dado lugar, tal y como comentó en cierta ocasión Jesús Ibáñez (“Nada para el pueblo, pero sin el pueblo”, en Archipiélago, nº 9, 1992), que los que “mandan representan a los mandados y sólo hay que representar a lo que es impresentable” y, desde luego, los españoles no los somos. Opiniones como estas en contra de la representación política, basada en elecciones cada determinado número de años, surgieron casi al mismo tiempo que se fundó este sistema. El propio Rousseau, en “El contrato social”, llegó a decir que “los ingleses creen que son libres, pero la verdad es que son libres un solo día cada cinco años”. Hoy día, como bien criticó Cornelius Castoriadis, ni siquiera los electores son libres cada cuatro años, ya que “los candidatos son designados por la cúpula del aparato del partido” y se presentan con unos programas plagados de mentiras y falsas promesas. Unos partidos políticos que forman un conglomerado con el poder privado que les impone límites estrechos a su acción política. Siguen de esta manera a pie juntillas la idea de Adam Smith, el padre del liberalismo económico, para quien la tarea principal del gobierno era la defensa de los ricos contra los pobres. Noam Chomsky ha conseguido resumir en una sola frase lo que ocurre en su país y en la mayoría de los países occidentales en los que se ha impuesto el bipartidismo: “hay básicamente un solo partido político, el de los negocios, con dos facciones”.
A nadie debería de extrañarle que todos los políticos de nuestro país, sin excepción, recelen de la democracia directa o en su forma más elaborada de la democracia inclusiva propuesta por Takis Fotopoulos. El miedo que sienten al escuchar hablar de esta palabra es comprensible. De llevarse a la práctica supondría acabar con los privilegios que ostentan los integrantes de la oligarquía liberal que domina el complejo entramado de poder en nuestro país. No obstante, coincido con Noam Chomsky, en que “el instinto de libertad puede ser apaciguado, pero no asesinado. El coraje y la dedicación de la gente que lucha por su libertad, su voluntad de confrontar el extremo terror del Estado y su violencia, son frecuentemente asombrosos”. Guiados por este instinto, y sobre todo en épocas de crisis como la que estamos viviendo, surgen de manera espontánea tentativas de reinstaurar la democracia directa que funcionó en la Atenas clásica. Como nos recuerda Cornelius Castoriadis esto ha sucedido “cada vez que hubo un verdadero movimiento popular democrático: tanto en América del norte en 1776, como en la revolución francesa, como en las primeras formas organizativas del movimiento obrero, en la Cataluña de la CNT y también en el 56 con la revolución húngara”. Casi todos estos movimientos fueron reprimidos con dureza por los detentadores del poder y en tiempos más recientes ha sido la obsesión de las élites occidentales, principalmente de EE.UU, acabar con cualquier iniciativa de este tipo por los medios que sean. Ahora, como resultado de la profunda crisis multidimensional que llevamos padeciendo desde hace cuatro años, vuelven a resurgir tentativas de devolver el poder del pueblo a sus legítimos poseedores. Las sofisticadas técnicas de fabricación del consenso (Noam Chomsky) y de adoctrinamiento están fallando estrepitosamente. Cada día hay más gente que empiezan a ver la realidad por sus propios ojos y comienzan a desprenderse del miedo que les infunden los potentes mecanismos de control social. Aún quedan dos obstáculos importantes que superar: romper el aislamiento y el individualismo; y desprenderse de la apatía general y la frivolidad existencial que nos ha inculcado el consumismo desaforado. Nuestra vida tiene que tomar otro sentido: “la creación de seres humanos que amen la sabiduría, que amen la belleza y que amen el bien común”.(Corneluis Castoriadis, dixit).