Mis sospechas se han hecho realidad. Alguien del pequeño grupo que estábamos allí dio la alerta: “NOS ESTÁN HACIENDO FOTOS”. “Cago en mi vida”, fue lo único que se me ocurrió decir, o pensar, no lo recuerdo. El que caso es que todos giramos nuestros revolucionarios cráneos hacia el norte y allí estaba, con su equipo de camuflaje al completo: “Pantalones Coronel Tapioca a la altura de la rótula, camiseta “me voy a ir a andar por El Chorrillo” y teléfono móvil última generación. En una suerte de posturas y equilibrios bastante complicados, apuntaba la mira de la máquina hacia el grupo, al tiempo que aparentaba teclear un mensaje de texto imposible jugándose peligrosamente la crisma. “Hay que joderse”, masculló alguien. “Sí, yo me he dado cuenta, le he sonreído para no joderle la instantánea”, dijo otro. Por si fuera poco, a su vera, otro tipo con gafas de sol de pasta parecía debatirse en monólogo interior. Oteaba el horizonte con aire melancólico. Un paquete de Marlboro y una tarrina de helado era toda su logística. De cuando en cuando se intercambiaban confidencias, utilizando la técnica hollibudiense de enviar el mensaje en dirección opuesta a la de sus ojos.
La tarde no les estaba yendo nada bien. Les habían sorprendido y su desconcierto era evidente. El Agente 1 no sabía de que manera desencajar sus miembros para conseguir el ansiado daguerrotipo. Cada vez que nos tenía a tiro alguien lo sorprendía, otro hacía un comentario o reía mirando hacia sus dominios. Por mi parte y a mi pesar, el tema de conversación que estábamos teniendo pasó a un segundo plano. No podía dejar de tener la sensación pegajosa de sentirme observado, de estar siendo marcado como a una res, de ser objetivo de la bofia. Pensé en la CIA y en el KGB en plena Guerra Fría, en la GESTAPO y en el ISI Pakistaní. Pensé en el agente Marlowe de las historias del celebérrimo Raymond Chandler y en el agente de la Continental del bueno de Dashiel Hammett, aquellos dos padres de la auténtica novela policiaca inmersos en el ambiente opresivo de los outlawyer de la América de los años veinte. Me sentí especial. Realmente pensaba que esto solo pasaba en las películas, pero nada más lejos; teníamos a nuestro propio servicio de inteligencia siguiéndonos la pista. Podría, el día de mañana, fanfarronear como un progre de aquellos que dicen haber estado en París el mayo del 68. Tener el honor de haber sido perseguido por el establishment de mi época. Decirle a mis nietos, por ejemplo: “¡¡¡AAaayy!!! tú no sabes lo que es la libertad, en mis tiempos te hacían fotos con la BlackBerry a menos de cinco metros de distancia y a cara descubierta. No sabéis lo que tenéis”.
La tarde iba cayendo y los dos agentes seguían en su puesto, estoicamente, a la caza del Pullisher. No sé si fue el artista sensible que llevo dentro, mis valores 15mayeros, el poso católico que aún flota en el pozo de mi conciencia o la paleta cromática que iba dibujando el cielo, pero empecé a compadecerme de ellos. Imaginé el día que anunciaron la rebaja del 5%, la escena en casa, con su mujer e hijos: “¡Dios mío, qué vamos a hacer! ¡¡La hipoteca!!”. Lo veía abrazando a su mujer, besándola en la mejilla, asegurándole que no tenía nada que temer. Lo veía rumiar, sintiéndose un pringado durante aquel año que no pisó la calle, estudiando las oposiciones, lo duro que le había resultado, el titánico esfuerzo de sus padres manteniéndolo mientras lo alentaban confiando en sus capacidades. Podía, incluso, imaginar lo que en aquellos precisos momentos, nervioso por haber sido descubierto, estaba sintiendo; preocupado por no tener suficiente material para rellenar el informe, sus pocas ganas de estar allí, perdiendo el tiempo, viendo a un grupo de gente debatiendo sobre cosas que a él le importaban un bledo, la frustración de no formar parte de un caso importante, siguiendo los pasos de un gran narco o de un célebre político corrupto o desarticulando una red de prostitución infantil. Pero allí estaba, junto a su compañero, junto a aquel estúpido McFlurry, incapaz de hacer en condiciones su trabajo. Y me di cuenta de que no éramos tan diferentes, que los dos estábamos donde no queríamos estar, que éste realmente no era nuestro trabajo (desde luego, el mío no) y que la impotencia nos estaba carcomiendo. En definitiva, que los dos estábamos jodidos. Seguramente él no se sienta así o quizás no lo sepa. Pero, ya que se ha llevado un recuerdo mio en formato fotográfico, no podía yo por menos que obsequiarle con lo mismo de la única manera que sé.
¡Mire el pajarito!
¡¡SONRÍA!!
Rubén Casado
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